viernes, 16 de marzo de 2012

Islas Paralelas. I. La Fuerza del destino. Pags. 34-39

ISLAS PARALELAS
TOMAS PEINADO PÉREZ Registro Propiedad Intelectual Madrid M-000963/2006


A la orden verbal de Gloria, los tres se dirigieron con paso ágil a la puerta del centro comercial. Enfundados los rostros con las caretas de goma, penetraron por las puertas automáticas del centro. A la par que ellos entraban, una madre salía por ellas, con un niño de unos ocho años a su lado. La madre, consciente de la situación trajo hacia si misma al niño cogiéndole por el hombro, mientras el pequeño, fascinado, contemplaba a los tres atracadores, vestidos de oscuro y enfundados en sus caretas. Chaplin, el último en pasar a su lado le hizo al niño un amistoso gesto en la cabellera, idéntico al que hiciera Gloria con la niña que paseaba junto a su abuelo. Víctor siempre tuvo debilidad por los niños, quizá por que desde muy joven supo que nunca podría tener uno propio.
Un dolor en los testículos, una revisión rutinaria, unos resultados médicos, una operación sin riesgos y luego la sentencia: Esterilidad permanente. Le hubiera hecho ilusión continuar con la herencia. Víctor, al igual que su madre y su abuela, tenía en el lóbulo del oído derecho dos lunares, que por su magnitud y cercanía, constituían una verdadera “marca hereditaria”. Víctor se tocó el lóbulo de su oreja derecha mientras avanzaba tras Groucho y Spiderman. Es verdaderamente increíble a veces lo rápidos que viajan los pensamientos asociados en nuestra mente: Estímulo, recuerdo, respuesta inmediata. Víctor miró otro breve instante inferior a un segundo la estilizada figura de Lola desde detrás, y le dio tiempo incluso a fijarse en aquel culo que tan bien conocía. Percibió como Lola echaba un vistazo fugaz a su derecha y él hizo lo propio. ¡Allí estaba! Una copia exacta de la que hicieran para el sultán de Brunei. Expuesta en el centro de un enorme escaparate de una joyería: La gran manzana de oro blanco. Pero la atención principal les hizo a ambos volver inmediatamente la vista hacia el frente por los huequillos de los ojos que dejaban ver a través de sus caretas de goma.
Al dirigirse hacia la entidad bancaria, apenas a unos metros, ocurrió algo no del todo esperado. Gloria le señaló a Ole hacia el fondo. A unos diez metros, una guarda de seguridad, uniformada y con un arma en la cintura se dirigía con la vista distraída directamente hacia ellos. Ole reaccionó al instante.
-¡Mierda! Yo me ocupo de ella.
Antes de que la vigilante jurado -Gloria se llamaba de nombre,
ruina y tristeza se llamaban su alma-, se pudiera dar cuenta de lo que ocurría, tal fue la rapidez de Ole y la distracción que tenía ella, que el orondo y calvo Groucho Marx se abalanzó sobre ella, utilizando su cuerpo a modo de ariete y presa, derribándola, anulándola, quitándole el arma y poniéndole sus propias esposas. Pistola en mano le hizo un gesto a Chaplin para que se hiciera cargo de ella. Víctor se acercó y le dio el relevo a su odiado Ole, quedándose con la vigilante, obligándola a levantarse y apuntándole con el arma, se dirigieron ambos detrás del gigante Groucho y la estilizada Spiderman hacia el interior de la oficina bancaria.
La frase la hemos oído todos alguna vez, como la oyeron nítidamente los que allí se encontraban:
-¡¡Arriba las manos!!. ¡¡Esto es un atraco!! Si cooperan no les pasará nada.
En la oficina sólo había en principio dos empleados, uno tras el estante que hacía las veces de caja –Con un cartel enunciativo colgado sobre él, para que no quedara duda alguna- y otro en un amplio escritorio frente a un ordenador y una considerable pila de carpetas repletas de papeles. Otro empleado, situado en la trastienda salió segundos después, encontrándose de sopetón con tan desagradable espectáculo: Toda la vida tendría que agradecer a Dios que Ole no le saltara la tapa de los sesos, totalmente sorprendido al verle salir por una puerta de la pequeña oficina. Además de los tres empleados, sólo había en aquel instante dos clientes, uno sentado frente al sujeto trajeado y encorbatado del escritorio y otro en la caja. Ole, con la pistola por bastón de mando y guía les hizo a cuatro de ellos tirarse en el suelo con las palmas y la cara boca abajo, mientras el cajero debía de llenarle las pequeñas sacas que Lola traía plegadas en un bolsillo. Chaplin se ocupaba de vigilar a la guarda de seguridad, también tumbado en el suelo y de cubrirles la retaguardia, Spiderman vigilaba a las personas que estaban reducidas y atemorizadas en el suelo de moqueta roja y Groucho, pistola en mano, seguía sin pestañear tras su careta de goma los pasos de llenado de las sacas con billetes morados, amarillos y verdes. Todo estaba sucediendo según el plan previsto. Víctor volvió a adivinar al contraluz de los focos alógenos en la calva del gigante, las gotitas de sudor. Desde el interior de su careta sonrió con suficiencia: “Este imbécil no es de hielo”.
-¡Vamos! –Apuntándole Ole directamente a la sien- Termina pronto o te vuelo la tapa de los sesos.
Lola miraba alternativamente a las personas que tenía que vigilar en el suelo y a Ole, temeroso de que su mal genio diera al traste con los planes. Nadie debía resultar herido y que alguien muriera era algo que a ninguno de los tres se les pasó por la cabeza. Los tres sabían que había una diferencia sustancial entre ser buscado por la justicia por cometer un atraco y ser buscado por cometer un crimen. Víctor por su parte centró la atención en las maniobras de Ole, atemorizando al cajero. Ciertamente tenía experiencia el gordo calvo, ya que la destreza y agilidad con que lo hizo no eran propias de un novato. Pero igualmente quedó sorprendido de la frialdad del cajero, de unos cuarenta años, espigado –Los trajes oscuros de los empleados bancarios los estilizan más aún- que con el nervioso cañón de la pistola apuntándole directamente a las sienes, parecía confiar ciegamente en que de hacer todo lo que le indicaba el rasurado Groucho, nadie resultaría herido. El cajero terminó de llenar una segunda saca con los últimos billetes y se quedó quieto, mirando de reojo al atracador. A Olegario le pareció poco dinero.
-¡¿Ya está todo?!
-Sí señor.
-¡Al suelo!
Ole agarró por el brazo al empleado indicándole con poco refinados modales que se echara en la alfombra roja, en el centro de la oficina, cerca de Lola, cara abajo como el resto de los presentes sin careta de goma. Todo estaba sucediendo según el horario previsto: rápido, limpio, seguro y eficaz.

Lola miró a Ole, que podía perfectamente llevar las dos sacas en una mano, mientras manejaba su arma con la otra.
-¿O.k?
Groucho que había echado un vistazo al interior de las sacas –Llevaron más sacas de tela pensando que el importe sería superior- mostró su malestar:
-Hay mucho menos de lo que pensábamos.
Spiderman volvió a ser quien diera la orden de retirada, al igual que hicieran con la maniobra de entrada:
-¡Nos vamos! ¡Cuenten hasta cien antes de mover un solo pelo de su cabeza, porque como se levanten un solo centímetro del suelo antes de entonces, no duden en que les volaremos su puta cabeza!
Víctor pudo comprobar como las palabras de Lola, firmes y seguras, habían intimidado los presentes, especialmente al empleado que estaba tras el escritorio y al joven que estaba sentado en la silla frente a él ya que ambos hundieron sus trémulas cabezas en la alfombra roja como si quisieran fundir sus rostros con el mismísimo suelo. Frente a las miradas atónitas de algunos transeúntes que estaban en las inmediaciones de la oficina bancaria, los tres atracadores, en principio lentamente y cada vez con mayor rapidez, cubriéndose las espaldas con sus armas, desconfiados de que alguien les pudiera sorprender por la espalda en su huida, comenzaron a dirigirse hacia las puertas de la entrada principal, en cuyas inmediaciones tenían aparcado el automóvil todo terreno.
Lola iba la primera, abriendo camino y con la retaguardia perfectamente protegida por los dos varones que rivalizaban por ella; detrás iba Ole, cargando las dos sacas con su mano diestra, mientras sostenía su nervioso arma con la siniestra; en último lugar cerraba el particular trío de atracadores Víctor, alias Chaplin, excitado de emoción ante la inminente y satisfactoria resolución de aquella situación.


El rubio joven de perilla albina, ya fuera del centro comercial, en el aparcamiento exterior, fuera de su tediosa jornada de trabajo, con toda la tarde por delante para disfrutarla y el incisivo sol primaveral picándole en su cogote, disfrutando cada paso que daba, acercándose a su Alfa Romeo 145 de color rojo fuego y 140 c.v. parecía estar flotando dentro de un video clip musical, acercándose a su coche a cámara lenta y degustando cada inspiración de aire que daba. Se sentía libre y afortunado: Tenía un par de días libres de trabajo y en unos segundos estaría a kilómetros de aquel asqueroso trabajo, aquel puñetero centro comercial y aquella fastidiosa compañera de trabajo. Sólo había que girar la llave y oír el maravilloso sonido de ese potente motor rugiendo bajo el capó de su Alfa Romeo. Dejó la mochila en el asiendo del copiloto, y metió su arma (Protegida primeramente en su funda de cuero y después introducida en una bolsa de plástico del supermercado del centro comercial para disimularla) en la guantera del automóvil. En ese momento se dio cuenta con gran fastidio, de que se había llevado consigo la tarjeta de plástico magnética de apertura de las estancias de acceso restringido del centro. Debía de habérsela entregado a su compañera -¿Gloria? Lo cierto es que nunca recordaba su nombre- junto con el walkie-talkie y el manojo de llaves, pero era tal el ansia que tenía por salir de allí, a la par que el desagrado y nerviosismo que le producía el que de nuevo se retrasara su relevo con alguna absurda excusa, que no se acordó de darle también la tarjeta de plástico. Tentado estuvo de “hacerse el sueco” e irse de allí, pero finalmente decidió que lo más razonable era volver y dársela a su compañera, para no ocasionar ningún trastorno. No dar problemas era una característica esencial para durar en aquel trabajo. El que daba problemas no tardaba en ser despedido. Cogió la tarjeta y apoyó la pierna izquierda en el alquitrán del aparcamiento, pero antes de salir del todo reflexionó y tomó otra decisión. Abrió de nuevo la guantera y fastidiado cogió de nuevo el disimulado arma de fuego, cerrando a continuación la puerta de su automóvil de color rojo fuego. Esta vez no hubo pasos en cámara lenta ni sensación de video clip. Simplemente iba a darle a su compañera la maldita tarjeta magnética.

sábado, 3 de marzo de 2012

Islas Paralelas. I. La Fuerza del destino. Pags. 30-34

ISLAS PARALELAS
TOMAS PEINADO PÉREZ Registro Propiedad Intelectual Madrid M-000963/2006


Llegó el momento señalado. Todo el nerviosismo por la tensa espera se transformó en tensión y concentración. Había quedado con ellos en un punto fijado, cercano a la casa de Lola, y allí estuvo a la hora señalada. Cuando llegó, el enorme vehículo todo terreno de color gris metalizado ya le esperaba, aparcado en doble fila y con las luces de emergencia encendidas. Ole, al verle acercarse, echó un vistazo a su reloj de muñeca, haciendo un exagerado gesto de desagrado ante la supuesta tardanza de Víctor. Éste, al percibirlo y tras sentarse en la parte de atrás, miró igualmente su reloj de muñeca:
-Llego en hora.
Ole no le miró siquiera a la cara y Lola, advirtiéndolo e incómoda, rellenó el tenso silencio que flotaba en el aire.
-Vale, ya estamos todos. (...) ¿Lo tenemos todo claro? -Miró al gigante calvo- ¿Ole?
El gran hombre calvo la miró moviendo la cabeza afirmativamente. Lola se dio la vuelta y habló en esta ocasión para Víctor:
-¿Todo claro, Víctor?
Víctor sonrió afirmativamente, guiñándole después su ojo derecho.
-Entonces, vamos.
El centro comercial no distaba mucho de aquel lugar, a lo sumo dos o tres kilómetros, callejeando por el casco urbano y alguno más, ahorrando tiempo por la circunvalación de la ciudad. Eligieron la segunda opción y en apenas unos minutos se plantaron en las inmediaciones del que en su tiempo –Apenas hacía un lustro, justo cuando Víctor comenzaba su condena- se consideró a bombo y platillo por las autoridades locales y regionales, como el centro comercial más grande de Europa. Ole llevaba la radio del automóvil puesta en un volumen muy bajito, pero suficiente para que los tres relajaran un ápice la tensión escuchando a Phill Collins con su “Another day on the paradise” Penetraron en el aparcamiento de superficie y Ole estacionó el enorme y reluciente vehículo en las inmediaciones de la puerta principal del complejo, muy cerca de dónde aquella otra vez se situaron cuando le contaron –En realidad sólo fue Lola quien lo hizo- a Víctor el “planning” de atraco a la entidad bancaria del centro comercial.
El sol relucía cenitalmente sobre ellos, y los castigaba con su intensidad primaveral. Los tres se habían vestido con colores oscuros y ropas holgadas. Lola estaba realmente hermosa, vestida con un suéter de color negro, pantalones vaqueros y una cazadora de un cuero fino y entallado de color negro. Llevaba sus enigmáticas gafas de sol y se había dado una película de vaselina en los labios que resaltaba su textura, de por si siempre carnosa y apetecible... ... Al menos eso era lo que pensaba Víctor al contemplarlos. Para estar más cómoda y como tantas veces solía hacer, se hizo una estirada coleta en el pelo. Su forma de fumar y su mutismo, como el de sus dos rivales compañeros, dejaban ver la tensión que reinaba en su interior. Víctor por su parte, estaba tan concentrado en lo que iban a hacer que no percibía su creciente dolor de cabeza que ya empezara a manifestarse a primera hora del día. Como aprendió en la cárcel, también de su amigo “Oso”, “Sin pensamiento no hay sentimiento”. Él no pensaba en su dolor de cabeza y naturalmente no lo sentía. Ole por su parte, aparentemente no estaba tenso ni nervioso. Su estampa era tan “pétrea” e inaccesible como siempre. Parecía relajado y tranquilo, pero un par de bruscas maniobras en la carretera y unas minúsculas gotas de sudor en la parte alta de su rasurada cabeza, perfectamente perceptibles desde detrás para Víctor que las contemplaba al contraluz, le hicieron pensar satisfecho, que aquel orondo personaje, que tan poca simpatía le transmitía, no tenía las entrañas de hielo tal y como parecía.

Era el momento de la verdad, cuando tenían que dar el “do” de pecho los tres. El último día del mes, cuando el banco se aprovisionaba de más dinero para pagar a los empleados que, con la nómina domiciliada en la entidad bancaria y con el sueldo recién ingresado, se dirigían en manada a extraerlo para saldar las deudas contraídas desde el mes anterior y gastarlo irremediablemente antes de que llegara la nómina siguiente. Era la hora prevista, a medio día, en el momento en que la guardia de los vigilantes de la empresa de seguridad contratada por la dirección del centro, estaba más descuidada, al realizarse el cambio de turno y quedarse un solo agente en las inmediaciones de la oficina bancaria, siendo de esta manera más fácil de reducir. Lola extrajo de una bolsa de plástico tres caretas de goma, una de Groucho Marx para Ole, otra de Charlie Chaplin para Víctor y una tercera de spiderman para ella y confirmó mientras se las entregaba:
-¿Preparados?
Los dos hombres afirmaron con la cabeza, serios y concentrados y casi a la par los tres se enfundaron sus nuevas identidades faciales, pero entre Ole y Víctor hubo tiempo, apenas una centésima parte de segundo antes de colocárselas, para dedicarse una fría, despreciable y mutua cruel y fija mirada.
A una voz de Lola, los tres salieron con decisión del automóvil, con las caretas puestas y una pistola cada uno en su mano.
-¡Vamos!


Gloria aparcó su viejo ford fiesta blanco (La contaminación de la ciudad y la falta de limpieza que le había dedicado últimamente hacían que virara del blanco al gris, especialmente en el frontal y la parte trasera) en una zona cercana a la puerta secundaria del gran complejo comercial. Con su mochila de deporte morada a la espalda, se dirigió con paso ágil al interior del centro comercial, mirando sobre la marcha su reloj de muñeca y comprobando aliviada como por esta vez había llegado a su hora a dar el relevo a su compañero. Éste, como solía ocurrir en los cambios de turno, estaba en las inmediaciones de la zona de vestuarios, esperando impaciente que el reloj avanzara, su compañera apareciera y dar por terminado el pesado turno de guardia, especialmente en las últimas horas que como suele ocurrir se le hacían eternas. Gloria le dedicó una forzada sonrisa cuando ya estaba cerca:
-Hola, me cambio en un segundo.
El joven rubio, de perilla albina, no le devolvió la sonrisa, sólo un seco saludo de compromiso y tras verla pasar por las puertas de acceso restringido, penetró tras ella en la zona reservada y bajó las escaleras en dirección también a los vestuarios, mientras se aflojaba el cinturón con munición, pistola y porra de plástico reforzado, para darle a su compañera el relevo.
Gloria no tardó en enfundarse en los vestuarios femeninos su uniforme de color azul oscuro, con el cinturón, la munición y el arma reglamentaria. Sólo había un par de cajeras, sentadas en un banco y fumándose un pitillo en su horario de descanso, despellejando sin piedad verbalmente a sus queridas compañeras. Al entrar Gloria en la sala se quedaron por un instante calladas, pero cuando vieron que no era de su gremio no dudaron en seguir con la carnicería, mientras contribuían a llenar sus yacimientos pulmonares de nicotina.
Al salir por la puerta de los vestuarios se encontró con su compañero que la esperaba serio e inexpresivo como un bloque de hielo. Forzó de nuevo una sonrisa que no fue correspondida:
-Ya estoy. Puedes irte.
El joven casi albino, le entregó el walkie-talkie y un manojo de llaves.
-¿Alguna novedad?
El joven, con su característico rictus de enfado y casi podría decirse que de desprecio, le respondió vagamente antes de desaparecer por la puerta de los vestuarios masculinos:
-La misma mierda de siempre. –Ya de espaldas- Sayonara Baby.
Cariacontecida, Gloria dejó caer un triste “Adiós”. Le hubiera encantado decirle: “Aprovecha el día, que hace sol” o “ Disfruta el día que la tarde va a ser buena”, pero no le pareció apropiado. Durante una infinitesimal fracción de segundo se le pasaron por la cabeza dos veloces pensamientos: El primero, de nuevo, el de las dos torres de New York desplomándose aquel once de septiembre; el segundo ella misma echándose un largo trago de ron. En un movimiento reflejo se tocó con los dedos sus resecos labios y subió las escaleras dispuesta a empezar su larga jornada laboral.
Gloria fue dando un lento paseo por el ancho pasillo del centro comercial, hacia la salida principal, en cuyas inmediaciones se encontraba la oficina bancaria, situada en mitad de dicho paso. Durante este recorrido iba echando un rutinario vistazo a las tiendas que iban saliendo por doquier a los laterales: De ropa juvenil, de lámparas, objetos decorativos, deportes, perfumería... Ya conocía a muchas dependientas e iba intercambiando sonrisas y gestos de complicidad con las que se iba encontrando en el camino. En aquellas horas era poca la gente que circulaba por el pasillo central. Se cruzó con un abuelillo que paseaba a una preciosa niña de unos cuatro años, con dos graciosas coletas en su cabecita y un globo rojo en las manos. La niña le regaló una sonrisa y Gloria, percibiendo la atención orgullosa del abuelo, se la devolvió a la par que le rascaba amistosamente la cabellera con la mano.
-Hola bonita.
-Dile “hola” a la policía- Contestó el sonriente abuelo, que miraba con dicha a su nieta. La niña respondió avergonzada y sin poder dejar de mirar la pistola que adornaba la cintura de Gloria.
-Hola.
Gloria no pudo evitarlo, se le dispararon todas las alarmas maternalistas, se le erizó la piel, un frío instantáneo la recorrió por todo su interior, alojando a su zaga un sentimiento de profunda melancolía y tristeza y mientras, pensó durante otra fracción de segundo en su test positivo casero de embarazo. Una lágrima imaginaria recorrió todo su rostro desde sus cansados lagrimales, recorriendo toda la mejilla hasta sus levemente agrietados labios. Gloria andaba en dirección a la puerta principal, pero iba tan embebida en sus propios pensamientos que no se daba cuenta de nada de lo que la circundaba. Fue en ese preciso instante, cuando de improvisto sucedió todo. Cuando se quiso dar cuenta, sintió un dolor muy agudo en su costado derecho. Su cadera había golpeado con fuerza el frío suelo, estaba tirada sobre él, con la vista a ras de tierra, estirado todo su cuerpo y aprisionado por un sujeto de grandes dimensiones que hacía fuerza con su cuerpo sobre ella. Sintió como le quitaban la pistola y cómo sacaban de su compartimento las esposas. El “clic” característico de éstas al cerrarse y el frío del acero en sus muñecas. Confundida, apenas pudo percibir como las escasas personas que estaban en las inmediaciones, miraban hacia ella con cara de horror y algunas de ellas chillaban con gran intensidad.